La vida familiar de Isabel la Católica

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isabel_la_catolica-2Tuvo cinco hijos a los que no veía con demasiada asiduidad, pero se encargó de que su educación fuera esmerada. La muerte de su heredero, Juan, fue un duro golpe que no superó, al igual que la de su hija Isabel y su nieto Miguel que rompían su sueño dinástico.

Como mujer, Isabel también sufrió de celos al lado de su esposo Fernando el cual, como cualquier príncipe de la época, disfrutaba de correrías e infidelidades con total inmunidad.

Cuentan los cronistas de Isabel la Católica que era alta, de piel muy blanca y de porte majestuoso. Que tenía los ojos claros, de un azul verdoso, y que su mirar era muy gracioso y honesto. Su pelo era rubio, entre rojizo-dorado y cobrizo (rasgo que heredaron sus hijas Juana y Catalina), aunque con los años se le fue oscureciendo hasta volverse casi negro.

Los escritores de entonces no se cansan de ponderar su hermosura, que según ellos no tenía rival en su tiempo, su honestidad, su ponderación y su autodominio.

Pedro Mártir de Alglería, por ejemplo, dijo de ella: «Esta mujer es fuerte, más que el hombre más fuerte, constante como ninguna otra alma humana, maravilloso ejemplar de pureza y honestidad. Nunca produjo la naturaleza una mujer semejante a esta. ¿No es digno de admiración que lo que siempre fue extraño y ajeno a la mujer, más que lo contrario a su contrario, eso mismo se encuentre en ésta ampliamente y como si fuera connatural a ella?».

Hernando del Pulgar se expresaba sobre la reina en estos términos: «Muy buena mujer; ejemplar, de buenas y loables costumbres… Nunca se vio en su persona cosa incompuesta… en sus obras cosa mal hecha, ni en sus palabras palabra mal dicha»; «dueña de gran continencia en sus movimientos y en la expresión de emociones… su autodominio se extendía a disimular el dolor en los partos, a no decir ni mostrar la pena que en aquella hora sienten y muestran las mujeres»; «castísima, llena de toda honestidad, enemicísima de palabras, ni muestras deshonestas»; «muger muy cerimoniosa en los vestidos e arreos, e en sus estrados e asientos, e en el servicio de su persona ».

Lucio Marineo Sículo escribió esto: «Y no fue la reina de ánimo menos fuerte para sufrir los dolores corporales… Ni en los dolores que padecía de sus enfermedades, ni en los del parto, que es cosa de grande admiración, nunca la vieron quejarse, antes con increíble y maravillosa fortaleza los sufría y disimulaba»; «aguda, discreta, de excelente ingenio»; «habla bien y cortésmente».

Andrés Bernáldez tampoco escatimó elogios: «Fue mujer muy esforzada, muy poderosa, prudentísima, sabia, honestísima, casta, devota, discreta, verdadera, clara, sin engaño.

Fernández de Oviedo lo hacía de esta manera: «Verla hablar era cosa divina; el valor de sus palabras era con tanto y tan alto peso y medida, que ni decía menos, ni más, de lo que hacía al caso de los negocios y a la calidad de la materia de que trataba».

Y así un largo etcétera que la encontraban “prudente, de mucho seso, llena de humanidad, bondadosa, mujer de pudor y pureza en sus costumbres, inteligente, ejemplar, de gran corazón…..

Esta fuerza y este coraje de Isabel de Castilla, dicen, las conservó hasta cercana ya su muerte, a pesar, o quizás por ello, de ser una mujer que no dejó nunca de batallar y viajar de un lado para otro durante su reinado.

Su inteligencia también dio mucho que hablar. Se sabe que aprendió latín (el lenguaje diplomático y culto de la época),y de la mano de una gran maestra, Beatriz Galindo, lo afianzó, de tal forma que no sólo entendía los discursos de los embajadores, sino que también podía traducir con soltura cualquier obra escrita en aquella lengua.

El inventario de sus libros muestran un compendio de los conocimientos de entonces: clásicos griegos y latinos, Santos Padres, libros de Mística, de Filosofía, de leyes. Asimismo se enumera unos cancioneros, pues, al parecer, era muy dada a la poesía y a la música, y también cantaba.

Sobre sus gustos se dice que le apasionaban los perfumes, las joyas, las galas, las sedas y los brocados de oro y plata, pero que era generosa y sabía agradecer con este tipo de presentes a quienes ella consideraba. Sus hijas heredaron, y recibieron como dote en sus bodas, numerosas vajillas, joyas, tapices, etc que ella poseía.

Su descendencia

Es discutible que el enlace de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón fuese por amor, al menos por parte del rey aragonés, que el mismo año de su boda tuvo un hijo natural. Sin embargo, si hubiese podido ser el caso de la reina que hizo suyo el romance: “el que se casa por amor vive siempre con dolor”.

Sobre este particular escribe Hernando del Pulgar: “amaba mucho al rey su marido e celebrábalo fuera de toda medida”. Y Lucio marineo Siculo escribe: “amaba de tanta manera a su marido que andaba sobre aviso con celos a ver si el amaba a otras, y si sentía que miraba a alguna dama o doncella de su casa con señal de amres, con mucha prudencia buscaba medios y manera con que despedir a aquella tal persona de su casa con mucha honra y provecho”.

Isabel, pues, además de soberana fue mujer por lo que tuvo una lucha combativa con los celos que ensombreció su vida íntima, por lo que se hacía rodear de damas poco agraciadas y feas a fin de evitar cualquier devaneo de su esposo. No obstante a eso, el rey trajo al mundo otros vástagos, por lo menos tres hijas que se tenga constancia, fuera del matrimonio con su esposa.

De su matrimonio con Fernando de Aragón tuvo cinco hijos: Isabel (1470; Juan (1478); Juana (1479); María (1482) y Catalina (1485). Y puesto que no había corte, pues esta era itinerante, todos ellos fueron dados a luz en lugares diferentes de la Península Ibérica.

Las continuas luchas en los reinos peninsulares y el constante deambular para la pacificación de estos, no permitieron a la reina Isabel tener una relación demasiado estrecha con sus hijos. Estos en la mayoría de las veces quedaban en los castillos de la retaguardia para su mayor seguridad y en manos de ayas que los cuidaban.

Sólo se podría decir que tuvo una relación más íntima con su hija mayor, Isabel, pues esta sería el único vástago del matrimonio hasta que la soberana de Castilla volvió a quedar otra vez embarazada ocho años después.

Sin embargo, la reina Católica se esmeró en que sus hijos tuvieran la mejor educación posible, y no sólo en la de estos, sino en la de toda la corte, pero en especial con la del príncipe heredero, su hijo Juan.

A este le colmó de cuidados y refinamientos tal como se nos revela en “Libro de la Cámara Real del Príncipe Don Juan” escrito por Fernández de Oviedo, en el que puede seguirse paso a paso su vida y los desvelos de su madre para que no le faltase de nada y aprendiera bien el manejo de su “casa”, y por ende, del reino que habría de heredar.

El príncipe recibió instrucción en ciencias, artes (sobre todo música), equitación y empleo de las armas.

Las tres heridas de la reina

Cuando sus hijos crecieron, se acordaron una serie de alianzas matrimoniales con el fin de afianzar la paz y la unión ibérica, así como para establecer lazos de consanguinidad con las casas reales del resto de Europa.

De esta forma, a su primogénita Isabel, se la casó primero con el infante Alfonso de Portugal, pero a su muerte se la volvió a casar (1495) con el primo de este, Manuel, que llegó a ser rey luso, y por tanto ella reina consorte.

A Juan, el heredero, se le dio como esposa (1497) a Margarita de Austria, hija del emperador germánico maximiliano I de Habsburgo.

Su tercera hija, Juana, contrajo matrimonio (1496) con Felipe el Hermoso de Habsburgo (también hijo del emperador Maximiliano I). Con esta unión, años después, entró una nueva dinastía en España, la de los Habsburgo, que formaban la Casa de Austria. Fue madre de seis hijos, entre ellos el futuro rey Carlos I.

María fue esposa también (1500) de Manuel I de Portugal, el Afortunado, del que tuvo diez hijos, uno de los cuales, Isabel, sería después emperatriz por su matrimonio con su primo Carlos I de España.

Por último, Catalina, fue casada (1502) con Arturo, príncipe de Gales, aunque al morir pocos meses después se la desposaría luego (1509) con su hermano, luego Enrique VIII, por lo que se convirtió en reina de Inglaterra. Tuvo una hija, María.

Pero tras la alegría de las tres primeras bodas de sus hijos, todo empezó a torcerse en poco tiempo. El príncipe Juan murió de tuberculosis, con diecinueve años, meses después de su boda. Tuvo una hija póstuma, pero nació muerta.

La primogénita, Isabel, murió del parto de su primer hijo, Miguel de la Paz, un año después de su hermano. Y dos años después (1500) el pequeño Miguel, heredero ahora de las coronas de Castilla y Aragón, también fallecería.

Tras estas muertes, su hija Juana, se convertía en la heredera de los reinos hispanos.

La muerte

Siempre se ha declarado que estas desgracias tan seguidas quebrantaron el ánimo de la reina. Vio en ellas, no solamente la muerte de sus seres más queridos, sino, con estas, el desmantelamiento de su obra y sus anhelos, pues en el fondo, la “casa” que vendría a reinar ya no era la que ella había soñado.

Su hija Juana le daría aún unos cuantos quebraderos de cabeza, empeñada, embarazada y ya convertida en heredera, en marcharse a Flandes siguiendo a su esposo.

En julio de 1504 la reina Isabel enfermó gravemente, posiblemente manifestándosele padeciendo síntomas febriles permanentes que habrían de terminar en una hidropesía y en una posible endocarditis. Su cuerpo estaba también ulcerado y manifestó hasta el final una marcada sed, lo que sugiere, según investigaciones recientes, una diabetes.

Sobre este enfermedad Mártir de Anglería señala: “todo su sistema se halla dominado por una fiebre que la consume, rehúsa toda clase de alimento y se halla de continuo atormentada por una sed devoradora y la enfermedad parece que va a terminar en hidropesía”. De ello también habla el cronista Pedro el Monje y dice: “le vino de una úlcera secreta que el trabajo y la agitación del caballo le habían causado en la guerra de Granada. Su valor le causó el mal, su pudor lo mantuvo y no habiendo querido exponerlo jamás a las manos ni a las miradas de los médicos murió al fin por su virtud y su victoria”. Mariana habla de “una enfermedad fea prolixa y incurable que tuvo a lo postrero de su vida”. Quizás, dicen los médicos, por lo que se señala en las crónicas, la reina padeció un cáncer de recto, o posiblemente, de útero.

Cuatro meses duró su agonía, al final de los cuales falleció un 26 de noviembre en Medina del Campo cuando contaba con 54 años.

Su cuerpo está enterrado en la Capilla Real de Granada.

Escrito para azperiodistas.com por Mongutz.